Por: Paulo Herrera Maluf
“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”
Arquímedes, siglo III A.C.
Mucho ha llovido desde que estas nueve palabras fueran proferidas por el gran genio siciliano. Una frase inmortal, ciertamente. En una sola oración, Arquímedes fue capaz de resumir una cosmogonía científica que mantuvo vigencia entre las élites intelectuales occidentales por más de veinte siglos.
En efecto, la noción de la naturaleza como un reino finito y mensurable, regido por leyes inmutables, conocibles y dominables nació en la biblioteca de Alejandría durante el siglo de Arquímedes, la misma época y el mismo ambiente en que Eratóstenes calculó – por primera
vez y con bastante precisión – la circunferencia de la Tierra. De forma bastante explícita, estos conceptos del pensamiento clásico fueron restaurados y confirmados durante el Renacimiento y la Edad Moderna europeos y mantuvieron su vigencia hasta la separación del átomo y los primeros pasos para la conquista del espacio.
Un supuesto tácito en las mentes de los hombres y las mujeres de ciencia durante todo este tiempo ha sido que si se parte del conocimiento de las leyes de la naturaleza y se especializan tiempo y recursos para su aplicación o explotación, virtualmente todo es posible. Por 2300 años, Arquímedes ha estado en lo correcto. Se puede mover el mundo.
Precisamente, mover al mundo es lo que, de alguna manera, hemos buscado hacer los seres humanos durante nuestra aún breve estadía en el planeta. Esta inocencia tecnológica – que postula que todo es posible si se cuenta con el conocimiento y las herramientas adecuadas – sirvió de soporte para perseguir el ideal arcano de “llenar la tierra y someterla1”. Ya sea para explorar el fondo del océano, para volar como aves o para comunicarnos remotamente a la velocidad del pensamiento, esta concepción científica probó ser un acicate muy útil a favor del avance tecnológico.
Como es de esperar, la evolución de las ciencias de la administración no fue ajena a estas visiones. De hecho, la administración como ciencia aplicada surge en el apogeo de la inocencia tecnológica – esto es, a finales del siglo XIX – cuando el aprovechamiento de las fuentes naturales de energía permitió la aceleración del progreso en la infraestructura, el transporte, la industria y las comunicaciones. Las ciencias administrativas surgen, de hecho, con la misión de modelar, explicar – y, por qué no, someter – a las organizaciones privadas, las cuales se erigieron como las nuevas protagonistas de un mundo que se empequeñecía década tras década.
Y, en este contexto, la presupuestación viene a ser una expresión más de la necesidad milenaria de encontrar la ecuación más adecuada para explicar el entorno. En este caso, se trataba de pronosticar el futuro; de comprender la interacción de las variables organizacionales para – igual que el cálculo newtoniano permite predecir con exactitud la trayectoria de un proyectil – poder anticipar los resultados financieros.
En otras palabras, tanto la administración como la presupuestación privada nacen bajo el influjo de un enfoque mecanicista que ha servido muy bien a sus propósitos durante sus primeros cien años.
Sin embargo, la concepción de la ciencia respecto de la naturaleza y su complejidad finalmente evolucionaría. A partir de 1950 – quizá frente al prospecto de su autodestrucción – la humanidad empezaría a cuestionar formalmente postulados que hasta ese momento eran universalmente aceptados.
Por un lado, se produjeron avances importantes en las ciencias puras, los cuales sugerían que las verdades clásicas y neoclásicas ya no eran suficientemente robustas como para explicar y entender las complejidades de un mundo paradójico que se resistía a ser sometido. Los trabajos de John von Neumann y John Forbes Nash, que impulsaron el nuevo campo de la teoría de juegos; de Edward Lorenz, con sus modelos que mostraron el camino a la Teoría del Caos; y de muchos otros, trascendieron los cánones que sostuvieron al quehacer científico por siglos.
Por otro lado, las consecuencias económicas, políticas y ambientales de siglos dedicados a la persecución desenfrenada del poder público y de la maximización de beneficios privados no se hicieron esperar. Se hizo imperativo que los estados nacionales y las organizaciones privadas entendieran que no es tan fácil mover al mundo, y que – en la mayoría de los casos – es ésta una tarea que no debería siquiera intentarse.
A final de cuentas, Arquímedes no estaba del todo en lo cierto.
En suma, el final del siglo XX trajo consigo un nuevo paradigma de gestión que está tan incipiente que apenas comienzan a crearse algunas herramientas para llevar su aplicación al ámbito de las ciencias administrativas. El gran desafío que enfrentamos aquellos a quienes nos ha tocado experimentar esta interesante transición – y que aún tenemos que tomar decisiones en el contexto organizacional y asumir sus consecuencias – es aceptar el rompimiento con una tradición de siglos y abrirnos a nuevas maneras de abordar la incertidumbre que acompaña nuestra tarea de forma indefectible.
Después de todo, renunciar al propósito de mover el mundo a cualquier costo no implica que renunciemos a la aspiración de entenderlo cada día mejor.
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Génesis 1:28